Juan L. Ortiz

 


Diana



Tenías una pureza tal

de líneas,

que emocionabas.

¿Desde dónde venían

tu fuerte pecho,

tus remos finos,

tus nervios vibrantes,

y esos ojos sesgados,

húmedos de una inteligencia

casi humana?


¿Desde dónde tus gentiles actitudes,

esa manera tuya, aguzada, de echarte,

y ese silencio,

y esa suavidad felinos,

acaso llenos de visiones,

que ennoblecían las alfombras,

y daban la inquietud de un alma,

un alma gótica encarnada en ti?


Oh, ya hubieran querido muchos hombres

tu auténtica aristocracia.

Fuerza contenida

que raras veces temblaba

en tu latido profundo.


Y eras a la vez humilde y tímida,

y sensitiva,

lo que no impedía que te disparases con impulso heroico

cuando tu instinto se abría como una fiesta sobre el campo.


Recuerdo, recuerdo...

¿Qué compañía más discreta que la tuya?

En el atardecer

íbamos

a la orilla del río.

La cabeza baja,

apenas si pisabas.

Yo casi no respiraba.

Oh, vuelos últimos en la palidez hechizada!

Yo me sentaba en la barranca.

Tú te tendías a mi lado,

el hocico hacia el río,

esculpido en un gesto de caza hacia las estrellas del abismo.

¿Era hacia las llamas tímidas del abismo?


Temblaba tu hocico,

me mirabas,

y caías de nuevo en el éxtasis.

Acaso, al fin, eran tu presa

las imágenes

con que yo volvía luego:

tímidas, asustadizas,

de piel suave,

pero de mirada pura,

como la de tus liebres, oh Diana,

ida ya para siempre,

con mucho de mi alma y de mi casa.



Juan L. Ortiz

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