Manoel de Barros





 Melenudo



Cuando mi abuela me recibió en las vacaciones, me presentó a sus amigos: este es mi nieto. Fue a 

estudiar a Río y volvió de ateo. Dijo que volví de ateo.

Aquella preposición desubicada me disfrazaba de ateo.

Como quien dijera en Carnaval: aquel chico está

disfrazado de payaso. Mi abuela entendía de regímenes

verbales. Hablaba en serio. Pero todo el mundo se rio.

Porque aquella preposición desubicada podía hacer de

una información un chiste. Y lo hizo. Y todavía más: creo

que buscar la belleza en las palabras es una solemnidad de amor. Y puede ser un instrumento para reír. 

Una vez,

en medio de un partido, un chico gritó: disilimina a ese,

Melenudo. Yo no disiliminé a nadie. Pero aquel

verbo nuevo trajo un perfume de poesía a nuestra

cuadra. Aprendí en esas vacaciones a jugar con palabras

más que a trabajar con ellas. Comencé a no gustar

de la palabra encajonada. Aquella que no puede cambiar de lugar. 

Aprendí a gustar de las palabras más por cómo

suenan que por lo que informan. Después

escuché a un vaquero cantar con nostalgia: Ay, morena,

no me escribas / que no sé leer. Aquello antepuesto

al verbo leer, en mi oír, ampliaba la soledad del

vaquero.



Manoel de Barros

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