Miguel Gaya






Fernando Pessoa se lamenta por sus heterónimos




Todo se lo llevaron.

Mis mejores ropas, mis modales, las palabras

del manantial secreto. Esa mañana que no le he ofrecido a nadie

uno de ellos la arrojó al mundo, a las bestias

y los periódicos.

¡Mi secreto de dandy! ¡Mis ridículas poses

ante el espejo!

Mis inexistentes

cartas de amor.


 

Por donde avanzo, ellos se han adelantado

quemando la hierba, convocando a las gentes

con artificios de circo y de matones.

Llego cuando la estación de trenes está vacía,

los brindis acabaron

y el último camarero me mira a través de la puerta,

descortés y hastiado. Adiós, me señala con la mano,

ya no abrimos hoy.


 

Cada uno de ellos a cada uno de los cuatro vientos y confines.

Adiós, me dicen también, no te recuerdo.


 

Entraron a saco en mí, me dejaron

como un espantapájaros. Seco. Viejo.


 

He vivido la vida que más horror me dio. Me afané

por las calles de Lisboa y no conocí

otras. Cada adoquín fue granito, cada fachada una máscara,

cada máscara,

espejo.


 

Así he sido, así fui,

y ellos huyeron al galope

con sus otras vidas a la grupa.


 

Ahora me siento ante el baúl y voy extrayendo sus rostros.

Me detengo en la engañosa honradez de la frente de uno,

en el gesto sereno de un pedante de provincia,

el ojo estrábico de uno que yo me sé.


 

Todos existen y yo

desaparezco.


 

La sombra, al fin, ha sido mi cosecha.


 Miguel Gaya

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