Césare Pavese



Maternidad


Este es un hombre que ha hecho tres hijos: un gran cuerpo

poderoso, que se basta a sí mismo; al verlo pasar,

uno piensa que los hijos tienen la misma estatura.

De los miembros del padre (la mujer no cuenta)

debieron salir, ya hechos, tres jóvenes

como él. Pero como sea el cuerpo de los tres,

a los miembros del padre no les falta una pizca

ni un resorte: se han separado de él

caminando a su lado.

La mujer existió,

una mujer de sólido cuerpo, que volcó

en cada hijo la sangre y murió junto al tercero.

Parece extraño a los tres jóvenes vivir sin la mujer

que ninguno conoce y los ha hecho, a cada uno, con esfuerzo,

aniquilándose en ellos. La mujer era joven

y reía y hablaba, pero era un juego riesgoso

tomar parte en la vida. Es así que la mujer

se quedó en silencio, mirando extraviada a su hombre.

Los tres hijos tienen un modo de alzar los hombros

que este hombre conoce. Ninguno de ellos

sabe que tiene en los ojos y en el cuerpo una vida

que en su tiempo era plena y saciaba a este hombre.

Pero, al ver doblarse a uno de ellos en el borde del río

y zambullirse, este hombre no encuentra ya el movimiento luminoso

de los miembros de ella en el agua, y la alegría

de dos cuerpos sumergidos. No encuentra más a los hijos,

si los mira por la calle y los compara con él.

¿Cuánto tiempo pasó desde que hizo a los hijos? Los tres jóvenes

andan, en cambio, jactanciosos, y alguno, por descuido,

ha hecho ya un hijo, sin tener mujer.


Trad. Jorge Aulicino


 


 


Mujeres apasionadas


Las muchachas en el crepúsculo descienden al agua,


cuando el mar se desvanece, vasto. En el bosque


cada hoja se estremece mientras emergen, cautas,


sobre la arena y se sientan en la orilla. La espuma


hace su juego inquieto a lo largo del agua remota.


Las muchachas tienen miedo de las algas enterradas


bajo las ondas, que aferran las piernas y la espalda:


todo lo que esté desnudo, del cuerpo. Suben rápidas a la ribera


y se llaman por el nombre, mirando alrededor.


También las sombras en el fondo del mar, en la oscuridad


son enormes y se las ve moverse inciertas,


como atraídas por los cuerpos que pasan. El bosque


es un refugio tranquilo en el sol poniente,


más que la arena, pero les place a las oscuras muchachas


estar sentadas en lo abierto, sobre sus sábanas recogidas.


Están todas acurrucadas, apretando la sábana


entre las piernas, y contemplan el mar sereno


como un prado en el crepúsculo. ¿Se atrevería alguna


ahora a tenderse desnuda en un prado? Desde el mar


saltarían las algas, que rozan los pies,


y agarran y envuelven el cuerpo tembloroso.


Hay ojos en el mar, que se entrevén a veces.


Aquella desconocida extranjera que nadaba de noche,


sola y desnuda en la oscuridad cuando cambia la luna,


desapareció una noche, y no regresa jamás.


Era alta y debió ser blanca, resplandeciente,


para que los ojos, desde el fondo del mar, la alcanzaran.

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